«Llegué a robar a mi mujer»

Pueden ser los naipes, la lotería, el bingo, las máquinas tragaperras o las apuestas por internet. Pero lo siniestro del juego está ahí, al alcance de cualquiera. O mejor dicho, dentro de cada uno. Que salga o no a la superficie depende de factores complejos, pero la realidad terrible de la ludopatía le puede ocurrir a todo el mundo. Un mal parcialmente invisible, que no por silencioso deja de existir y de tener rostro. Tantos como víctimas tiene el juego.

Pero hay salida. Ese es el mensaje que dan Antonio, de 53 años, José, de 77, ambos ludópatas, y María, de 34, que tiene un pariente con este problema (todos los nombres son ficticios). El sábado, Jugadores Anónimos, entidad a la que los tres pertenecen, celebra una sesión abierta en su local de la calle Cuba, 2, a las 19.15 horas, a fin «de que todo el mundo sepa que sí, que se puede abandonar el juego, y que la vida sin él merece la pena, y mucho», afirma José, que se erige portavoz oficioso de estas personas.

Los tres asienten, al ser preguntados por cómo se inicia uno en esta adicción, en que fue «de modo ingenuo, si puede decirse así. No eres consciente de que tienes un problema hasta bastante después de haber comenzado», relata Antonio. En su caso, «no caí 'en fondo', como decimos nosotros cuando no hay un hecho que marca el antes y el después. Yo jugaba a las tragaperras con mi cuñado, y estuvo a punto de costarme el matrimonio». La suerte que tuvo «es que nunca tuve mucho dinero, pero eso, lo económico, es secundario». José lo confirma con el argumento de que «el dinero se pierde y se gana, lo que no se recupera es el tiempo y las energías derrochadas». Él se enganchó «a las cartas y también a las tragaperras, durante más de 20 años». Lo terrorífico de su caso consiste en la forma de apagar la sed de emociones que sentía al introducir la moneda en la máquina. «Llegué a robar dinero a mi mujer, también a la empresa en la que trabajaba, y me duele admitir que, en una ocasión, iba a acudir al funeral de un amigo. Llevaba 12.000 pesetas y no asistí, pasé todo el día jugando, y lo perdí todo. Hasta la dignidad». Pero insiste en que no es un problema pecuniario. «Es algo que tienes dentro cada vez que juegas, porque ¿de qué sirve ganar 6.000 euros en una apuesta si al cabo del día te has gastado 18.000?», se pregunta.
María ve el problema desde un punto igualmente complejo: no es un mal propio, pero tampoco ajeno. «Mi marido y yo teníamos lo que se llama un bache. Yo no sabía que jugaba por internet, y menos las motivaciones que tenía para apostar cifras elevadísimas». Lo achacaba todo «a un mal momento, a que teníamos un problema de comunicación». José asegura que «lo que sientes es un cóctel de sensaciones muy complicado, pasas de la emoción al oír el ruido de las monedas o de repartir las cartas a sufrir depresión, tristeza, rabia, impotencia...».

Pero sobre todo, lo terrible es la soledad. «Nadie como un adicto se siente tan abandonado de todo y de todos. Crees que nadie te comprende» refiere José. Y rememora su punto más bajo: «llegué a escribir una carta de suicidio. Vivir sin jugar, creía yo entonces, era inútil, y yo no era yo, era una sombra de lo que había sido... Me había convertido una verdadera escoria», relata con la entereza del que ha visto la anulación de la persona con la muerte a un paso.

El paso al frente
Pero todos han salido adelante. «Reconocer que tienes un problema rompe el círculo vicioso», explica Antonio. Y María lo confirma: «en mi caso, el mazazo vino con la solución. Me había separado y mi marido vino a casa, a explicarme lo que pasaba y que tenía algo que arreglar consigo mismo». Ahí radica el punto de inflexión. «Querer salir es lo principal. Con eso has dado un gran paso. Y acudir a personas que están en tu misma situación abre puertas», relata José, que afirma no saber «si estoy 'curado', la verdad, sólo sé que ahora vivo sin jugar, porque el problema acecha siempre». De lo que se trata «es de recuperar la dignidad, de ser persona y apreciar lo que tienes». Y saber hacer frente a las recaídas.
«Invitamos especialmente a los que han vuelto a jugar, porque a todos nos ha pasado alguna vez», sentencia Antonio. «Hay salida, que nadie lo dude», tercia María. Y José se quita las gafas con un brillo de emoción para concluir que «ahora, yo soy una persona normal, como cualquiera. ¿Alguien que sea ludópata quiere volver a ser él mismo y no un pelele del juego? Pues que venga a conocer a otros anónimos, y que vea que no está solo».
El túnel tiene fin. Basta arrimar el hombro para volver a tener fe en uno mismo. «Palabra de ser humano», dicen al unísono los tres, al fundirse en un abrazo de comprensión mutua. La vida les espera, sin mas apuesta que la de ser ellos mismos.